Madurar es un proceso a través del cual vemos una misma realidad de diferentes formas, que llevan consigo el aprendizaje y el uso de la experiencia adquirida a lo largo del tiempo. Sin embargo, si enfocamos la mirada a nuestro pasado, no es tanto el transcurrir del tiempo, el paso de los años, sino las experiencias como tal las que nos han hecho cambiar, en especial las que nos han marcado, las que nos han dolido, ésas que consideramos: los daños.
Ciertamente hay muchas maneras de apropiarnos de sabiduría, pero aquellas que nos enfrentan a realidades dolorosas, que nos colocan a prueba, que exigen de nosotros encontrar una fuerza interior que no hubiésemos podido antes imaginar que teníamos, son las que nos hacen crecer y cambiar de manera apresurada y ni queriendo, podríamos continuar siendo los mismos.
Gestionando los daños
Lo importante es aprender a gestionar esos “daños”, esas experiencias que no quisimos nunca que ocurrieran, pero que vivimos. Debemos procurar siempre edificar una versión de nosotros que represente una mejora con respecto a quienes hemos sido. No permitir nunca que lo doloroso que hemos vivido, sea la excusa propicia para justificar que nos convirtamos en alguien de menor calidad humana, con visiones de la vida inadecuadas, actitudes que dañen a otros y mucho menos que nos dañen a nosotros mismos.
Todo es parte del juego de la vida, una vez escuché esta analogía y realmente me hizo reflexionar:
La vida es como las teclas de un piano. Las blancas son los momentos felices, las negras los momentos difíciles, pero juntas tocan la mejor melodía: La vida.
Y esto nos deja como mensaje que podemos atravesar momentos difíciles, podemos mirar atrás y solo desear no haber experimentado eso o aquello, pero al final todo suma, todo nos hace quienes somos hoy en día y cada episodio de nuestra vida, sea agradable o no, le da sentido a nuestra existencia.
Esas teclas negras muchísimas veces tienen los sonidos que más nos impactan y si los obviáramos, jamás podríamos tener la composición completa. Lo bueno es que siempre sabemos que no importa la secuencia, ni el ritmo, en algún momento las teclas blancas volverán a sonar y nos podremos deleitar con ellas, dándole un valor mucho mayor a su sonido en comparación a cómo lo apreciábamos antes de escuchar a las negras… Y al hacerlo, podemos ver cuánto hemos crecido, cómo hemos madurado.
El permitir que todo suene igual, que nada nos inmute, ni influya en nuestro crecimiento, es solo dejar que el tiempo pase sin sacar el mayor provecho de la experiencia. Está en nosotros crecer y aprender a ver la vida desde diferentes ángulos, romper nuestras creencias, apartar nuestros prejuicios, permitir a los demás ser, entender que las cosas no siempre son como queremos y que todo ello nos puede doler, pero será parte esencial de nuestro proceso de transformación.
Todo valió la pena
Llega un momento en nuestras vidas en el que todo está más claro y finalmente entendemos por qué vivimos determinadas experiencias y quizás logremos justificar el dolor, en tal medida que terminemos por agradecerle, entendiendo que sin él no seríamos quienes resultamos ser.
La madurez es lo que llamamos el recoger de todas las semillas que sembramos a lo largo de la vida, cuando por fin brotan y nos dan sus frutos, ellos no son otra cosa que sabiduría. El saber distinguir, el aprender a valorar, el entender que en algunas ocasiones fue necesario perder, llorar, aceptar lo que no estaba en nuestros planes, para poder ver la otra cara de la moneda y entender que la vida es un todo maravilloso.
Por: Sara Espejo – Rincón del Tibet