Y llega el momento en que despiertas y sencillamente ha dejado de doler
Muchas veces un dolor nos acompaña por un largo período de tiempo, es un dolor tan nuestro, que no imaginamos siquiera que nos llegara abandonar en algún momento. Lo hemos adoptado, nos genera la cuota de sufrimiento que le hemos permitido en nuestras vidas.
Algunas veces se acentúa, otras se aligera… Pero siempre allí, especialmente cuando nos vamos a la cama y cerramos los ojos y también cuando iniciamos nuestros días al abrirlos, como un buen despertador se cruza por nuestra mente recordándonos que tenemos un motivo para limitar nuestra sonrisa, para llenarnos de nostalgia, de rabia o de alguna de esas emociones que nos entrecortan la respiración, pero para nada, desde el disfrute.
Pero de alguna manera, algo en nosotros, por protección personal, decide restarle atención, decide abrir espacio a emociones más sanas, más estimulantes, más positivas, que nos permitan darle un vuelco a lo que hemos venido haciendo costumbre en nuestras vidas. Y al restarle atención, la magia ocurre: Todo lo que veíamos desde el dolor comienza a desaparecer.
No son los problemas que tenemos en determinado momento, es la atención que le damos
Cuando se nos presenta un momento que nos cuesta manejar solemos darle demasiada importancia, tendemos a ocupar nuestra mente con muchos pensamientos asociados a esa situación y por lo general no son los más positivos que podamos crear, sino por el contrario, los que más daño pueden hacernos.
Allí en nuestra mente comienza a hacerse parte de nosotros el sufrimiento, comienza a apoderarse de nuestras vidas y a ejercer control. Creamos escenarios donde nos sentimos víctimas y desde allí cedemos las posibilidades de solucionar las cosas desde nuestras acciones, le damos el poder a lo que no depende de nosotros.
Cuando dejamos de ver al mundo o parte de él como enemigo y sabemos valorar lo vivido, aceptando que hay cosas que no podemos cambiar, pero que sí podemos decir cómo nos afectan, retomamos el rumbo hacia la tranquilidad y el aprecio por la vida. Cuando valoramos la vida y queremos disfrutarla, no queremos desperdiciar tiempo con reconcomios, con rencores, con nostalgia, queremos más bien deslastrarnos de todo lo que nos amarre, especialmente a momentos de nuestro pasado que nos marcaron.
Y desde la necesidad de vivir sin ataduras, el ego se resiste, pero esa parte de nosotros que quiere vernos bien, se coloca en una posición intransigente y finalmente logra encapsular cualquier pena, logra perdonar y coloca amor en todos los sitios donde hay dolor y como si fuese un renacimiento, un día nos despertamos, quizás luego de muchos otros sin habernos dado cuenta y sencillamente notamos que ya ha dejado de doler y eso es lo más cercano a la libertad.
Por: Sara Espejo – Rincón del Tibet