Ser humilde está de moda. Incluso es una exigencia, y uno no sabe por qué. Se nos exige ser humilde, sin saber en qué consiste la noción de humildad[1]. No obstante, seguimos exigiendo y loando tal condición como una razón fundamental en nuestro hacer cotidiano. Nicola Abbagnano señala, en primera instancia, que la humildad es “la actitud de voluntaria abyección, típica de la religiosidad medieval, sugerida por la creencia en la naturaleza miserable y pecaminosa del hombre.”
Como vemos estamos ante una concepción religiosa medieval que considera que somos unos seres miserables y pecaminosos, por lo que debemos tener una actitud abyecta. De esta idea parte nuestra concepción de humildad. Abbagnano cita a Bernardo de Claraval, para quien la humildad “es la virtud por la cual el hombre, con verdadero reconocimiento de sí, se tiene a sí mismo por vil”. Como apreciamos, en esto consiste ser humilde, tenerse a uno mismo por un sujeto vil.
Por su parte, San Pablo entendió la humildad “como ausencia del espíritu de competencia y de vanagloria”, nos precisa Abbagnano. Tomas de Aquino, por su parte, equipara la humildad con la magnanimidad. En este sentido, Aquino está más cerca de Aristóteles que de Bernardo de Claraval y de la concepción medieval. Ya que le da un carácter filosófico y no religioso a la noción de humildad.
Debemos señalar que la humildad no es una noción bien vista por los filósofos griegos, ya que consideraron a ésta como algo propio de la bajeza de nacimiento, como sumisión y algo falto de valor o de poco valor. En la Edad Moderna, Spinoza negó que la humildad fuese una virtud y la consideró una emoción pasiva, nos señala Abbagnano. Por cuanto ésta nace del hecho de que, expresa Spinoza, “el hombre considera su impotencia. Pues si suponemos que el hombre considera su impotencia por el hecho de que entiende algo más potente que él y con este conocimiento limita su potencia de obrar…” En la humildad el sujeto es impotente ante algo que es superior a él. De aquí que es un ser limitado.
Kant, nos dice Abbagnano, distinguió dos tipos de humildad. A saber, la «humildad moral» que es “el sentimiento de la pequeñez de nuestro valor en relación con la ley”; y la «humildad espuria» que es “la pretensión de adquirir, mediante la renuncia a cualquier valor moral de sí, un valor moral oculto”. En la primera apreciamos nuestra pequeñez ante la ley; en la segunda la solicitud de querer tener un valor moral que no es en sí mismo. En ningún caso, en Kant hay un sentido o consideración religiosa con respecto a la humildad.
Por otra parte, el filósofo de Königsberg nos indica que “la pretensión en superar a los demás rebajándose a sí mismo es una ambición opuesta al deber hacia los demás y el servirse de este medio para obtener el favor de otros es hipocresía y adulación”. Se refiere a la «falsa humildad», de la cual muchas personas hacen uso para conseguir bienes a su conveniencia.
Nietzsche consideró que la humildad es un aspecto de la “moral de los esclavos”. Esta concepción de la humildad, nos indica Abbagnano, está dirigida contra la concepción medieval. Como apreciamos, en sentido filosófico el humildad es un concepto poco venturoso. Y en el sentido religioso medieval nos considera como sujetos viles, nada apropiados para una sociedad de la «autoestima» y del éxito.
La concepción de humildad, como apreciamos, corresponde a una relación con un ser superior a nosotros. Ante el cual solo tenemos, por nuestra condición de inferioridad, que ser humildes. Entonces, ¿cómo podemos ser humildes con un igual? Esto es un problema que se plantea frente a aquellos que abogan por la humildad, como condición fundamental en las relaciones interpersonales. Ya que nos encontramos ante el hecho de tratar al otro o como un ser superior o tratarlo como un igual. Si lo tratamos como un igual no podemos ser humildes ante este otro sujeto, si lo tratamos como una entidad superior le estamos dando atributos que no le corresponden como sujeto.
Considero que aquellos que pregonan la humildad, lo que hacen es contraponer ésta con respecto a la actitud soberbia. En vez de decir no seas soberbio, dicen se humilde. En este sentido, habría que hablar de no ser soberbios en las relaciones interpersonales y no de ser humildes. Dice Aristóteles que “los soberbios son necios porque se engañan acerca de sí mismos: comienzan empresas honorables creyendo ser dignos de ellas, pero así sólo hacen resaltar su insuficiencia” «Ética a Nicómaco» IV, 3, 1125 a 27.
La soberbia es el vicio de la magnanimidad, es decir, de la grandeza de ánimo o espíritu. Spinoza señala, en «Ethica» III, 26, que “la soberbia es… una alegría nacida del hecho de que el hombre se estima a sí en más de lo justo”. Al estimarnos más de la cuenta despreciamos al otro en tanto sujeto. Por tanto, en lo que éste hace y piensa. Lo consideramos un algo inferior a nosotros. De allí lo intolerable de la actitud soberbia.
Debemos evitar la soberbia cuando establecemos nuestras relaciones en los diferentes ámbitos personales, ya que ésta es generadora de conflictos interpersonales. Esta actitud, además, nos impide ver las posibilidades generadoras que hay en los otros. Y nubla nuestras propias posibilidades, más adelante nos pasará factura en nuestra vida.