RINCÓN del TIBET

La tiranía de los prejuicios …

los prejuicios

Los prejuicios son férreos tiranos. Determinan nuestra manera de ver el mundo y estigmatizan nuestras relaciones. Están presentes en todos los ámbitos y actividades de nuestra vida, e implican una forma de pensar íntimamente vinculada con comportamientos o actitudes de discriminación, por sutiles que sean.

Los prejuicios nos llevan a juzgar de antemano a cualquier persona o situación en base a sus características externas, sin tener ninguna experiencia directa sobre las mismas. Condicionan nuestras respuestas y reacciones, y nos predisponen a aceptar o rechazar a alguien en base a sus particularidades. A menudo operan desde el inconsciente, y ejercen una enorme influencia sobre nuestras opiniones, conductas y actitudes.

Lo cierto es que a todos nos gusta pensar que somos personas tolerantes, flexibles y de mente abierta. Que hemos superado las barreras del racismo, del machismo y del estatus socioeconómico. Que aceptamos a todo el mundo tal como es y que no hacemos diferencias. Sin embargo, la realidad es que miles de personas padecen discriminación cada día por motivos de nacionalidad, raza, género, orientación sexual, discapacidad o por padecer enfermedades y trastornos mentales. La causa de esta discriminación a menudo se encuentra en los estereotipos, es decir, el conjunto de creencias, valores, actitudes y hábitos que otorgamos a las personas pertenecientes a un grupo determinado.

Cuando valoramos negativamente a un grupo de personas en base al estereotipo que tenemos de ellas, el prejuicio entra en acción. Bajo su criterio, “los catalanes son tacaños”, “los madrileños chulos”, “los maños tozudos”, “los musulmanes extremistas”, “las rubias tontas”… y una interminable ristra de afirmaciones categóricas que a menudo no nos molestamos en cuestionar.

Aunque algunos de estos prejuicios puedan parecer inofensivos, e incluso jocosos, a nivel inconsciente contribuyen a construir nuestra percepción de la realidad. De forma sutil nos limitan, convirtiéndonos en personas más rígidas y más desconfiadas. En última instancia, se trata de juicios de valor basados en una información insuficiente, incompleta, errónea, limitada o exagerada. Se fundamentan en una visión distorsionada de la realidad. Y resultan tremendamente resistentes, puesto que les otorgamos la condición de ‘verdades’. Pero si aspiramos a modificarlos y trascenderlos, tenemos que comenzar por el principio y preguntarnos: ¿cómo se construyen?

Regreso al origen

“Detrás de un prejuicio se esconden el miedo y la ignorancia”, Ryszard Kapuscinski

Existen varias teorías sobre el origen de los prejuicios. Las más modernas apuntan a que se trata de actitudes aprendidas en base a las experiencias que acumulamos a lo largo de nuestra existencia, principalmente durante la infancia. Desde pequeños absorbemos como esponjas todas aquellas creencias, costumbres y tradiciones que observamos en nuestra familia y en nuestra sociedad.

A medida que crecemos, surge la necesidad de construir nuestra propia identidad, utilizando todas las premisas que hemos absorbido para identificarnos con un grupo social determinado. Este posicionamiento nos brinda una sensación de seguridad y nos ayuda a sentirnos aceptados. Pero este proceso pasa por diferenciarnos de los demás. Y es en esta diferenciación donde a menudo se forjan los prejuicios.

No en vano, los seres humanos solemos agruparnos con quienes compartimos más características comunes, dejando de lado a aquellas personas con las que no nos identificamos. Se trata de una selección inconsciente. Y aunque no siempre rechazamos a los demás grupos, sí solemos dar prioridad al nuestro. Partimos de la premisa que nuestra manera de hacer las cosas es “la normal”, “la más correcta” y, en definitiva, “la mejor”. Y en paralelo, tendemos a menospreciar lo que no conocemos y lo que no comprendemos, poniéndonos en una posición de superioridad. Así, los prejuicios surgen del miedo, la ignorancia y el rechazo ante lo que es diferente a nosotros.

Existen muchos tipos de prejuicios, pero todos ellos se fundamentan sobre el etnocentrismo, es decir, la creencia de que nuestra cultura y etnia son superiores a las demás. Esta sobrevaloración de nuestras tradiciones, convenciones y costumbres sobre las de los demás han sido el motor de algunas de las mayores atrocidades de la historia.

Conquistas sangrientas, esclavitud, colonialismo, campos de concentración… A los prejuicios étnicos se les suman los religiosos, de género, de orientación sexual, y el más sutil pero igualmente dañino prejuicio estético, relacionado con la manera de vestir o las características físicas de la persona, a la que discriminamos o menospreciamos si no encaja con nuestro canon de belleza.

El efecto Pigmalión

“La tolerancia es la mejor religión”, Víctor Hugo

Todos conocemos los resultados de conflicto, sufrimiento, discriminación y exclusión que generan los prejuicios. Entonces, ¿por qué los seguimos manteniendo, alimentando y transmitiendo? La realidad es que nuestra mente funciona en base a la programación que hemos recibido. Vemos aquello que esperamos ver, y actuamos en consecuencia. De ahí la increíble resistencia de los prejuicios. ‘Vemos’ a la persona que tenemos delante en función de cómo la interpretamos y evaluamos.

Siempre nos fijamos en todo aquello que corrobora la ‘idea preconcebida’ que tenemos sobre ella. Por ejemplo, una persona que tenga el prejuicio de que “todos los catalanes son tacaños” tenderá a fijarse sólo en aquellos cuyo aspecto avale su teoría, dejando de prestar atención al resto. De hecho, solemos obviar la información que contradice nuestro punto de vista, catalogándola como excepcional o errónea. Esto contribuye a reforzar nuestros los tópicos y estereotipos sobre los que construimos nuestros prejuicios.

Es lo que en psicología se conoce como ‘profecía autocumplida’ o ‘efecto Pigmalión’. Cuenta la leyenda que el excepcional escultor Pigmalión, que habitaba en la isla griega de Creta, dedicaba sus días y sus noches a trabajar la piedra con el cincel. Siempre buscaba nuevas fuentes de inspiración, y la hermosa Galatea acudió en su ayuda.

Con su recuerdo fresco en la retina, comenzó a modelar una bellísima escultura. Tardó varias semanas en terminarla, y le dedicó tal atención y cuidado que terminó por enamorarse perdidamente de ella. Tal era su amor por la estatua, que rogó a los dioses que insuflaran vida a la piedra para poder amarla como si de una mujer real se tratase. La diosa Venus, conmovida por los sentimientos del escultor, decidió complacerlo. Así, la estatua se convirtió en la amante y compañera inseparable de Pigmalión.

Al igual que en la leyenda, el ‘efecto Pigmalión’ es el proceso mediante el cual las creencias, prejuicios y expectativas de una persona respecto a otra afectan de tal manera a su conducta que ésta termina por confirmarlas. La mayoría de nosotros somos víctimas del efecto Pigmalión. Así, la causa de que nos aferremos a nuestros prejuicios son nuestras creencias y expectativas.

Hacemos predicciones y nos encargamos de que se cumplan, todo ello en aras de mantener las cosas tal y como están para evitar salir de nuestra zona de comodidad. Pero en el proceso nos estamos perdiendo la oportunidad de aprender y disfrutar de la riqueza que nos brinda la diversidad.

Si aspiramos a romper este círculo vicioso, tenemos que comprometernos con realizar un proceso de introspección para hacer conscientes los prejuicios desde los que vemos y construimos la realidad. Y esto pasa por cuestionar nuestro sistema de creencias cada vez que nos perturbe ver algo diferente a como creemos que debería ser.

Trabajar sobre los prejuicios que tenemos nos ayudará a construir vínculos más sanos y ricos con personas de distintos ámbitos, lo que a su vez contribuirá a que ganemos en flexibilidad y tolerancia. Eso sí, para lograrlo necesitamos tener la humildad suficiente para aceptar que solemos ver la paja en el ojo ajeno…y obviamos la viga que obstruye nuestra propia visión de la realidad.

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