RINCÓN del TIBET

Tengo razón, pero no soy feliz

Tengo razón, pero no soy feliz

A veces nos empeñamos en tener razón, sin darnos cuenta de que así obligamos a la vida a que nos la dé. Pero… ¿Qué ocurre cuando crees en algo negativo? ¿También entonces quieres seguir teniendo razón?

Hay una historia sobre una pareja que acudía a una fiesta en su coche. El conducía y ella le iba indicando el camino con un mapa. Le dice que es por la izquierda pero él se va hacia la derecha argumentando que está seguro del camino. A los diez minutos se da cuenta de que se ha equivocado y da la vuelta para ir por donde ella le había indicado. Llegan tarde a la fiesta pero al final pasan una noche divertida y amena. En el camino de regreso a casa, él le pregunta: Si sabías que había tomado el camino equivodado, ¿por qué no me insististe en que fuera por donde tú habías dicho? Ella le contesta: Porque íbamos retrasados, había mucho tráfico, y los ánimos empezaban a calentarse. Si insistía, sabía que tendríamos una discusión que habría estropeado la noche, y entre “tener razón” y “ser feliz”, prefiero ser feliz.

Es posible que tengas razón muchas veces, pero esto no implica que estar acertado te haga feliz, ¿verdad?

Por supuesto que no puedes decir que sí a todo, pero siempre es mejor dejar que la otra persona se dé cuenta por sí misma de su error para que comprenda que tú tenías razón, sin que se rompan los lazos de cariño y comprensión entre ambos.

¿Por qué nos cuesta tanto comprender que no todos tenemos el mismo punto de vista? Conozco a personas que nunca darían su brazo a torcer. Son esas personas que prefieren no apearse del burro y soportar las llagas en sus piernas de tanto montar sobre algo que no se sostiene por sí solo.

¡Y lo peor es que ni siquiera se dan cuenta! No son conscientes de que tal estupidez les puede llevar, no sólo a perder a los que tienen al lado, sino también a sí mismos. Porque cuando nos empeñamos en algo negativo, cuando decimos cosas como: Esto no me va a salir; no lo voy a conseguir; no me quiere; nunca podré hacerlo; etc., estamos diciéndole a la vida que tenemos razón, y lo más seguro es que ésta nos haga caso.

Seguramente habéis topado con alguna persona que cree tener siempre razón y habréis sufrido el daño que causa su estrechez de miras. Hay una gran carga emocional cuando alguien se empeña en decir que tiene la razón, a pesar de las evidencias de que no es así. Se siente como si tuviera algo especial que nadie más ha conseguido. Como si hubiese sido dotado de una clarividencia que los demás no tienen la suerte de poseer.

Pero en realidad, lo que demuestran las personas que actúan de esta forma, es que no son lo suficientemente maduras psicológica y emocionalmente como para pararse a pensar en un hecho que, además de probable, es común entre los mortales: Que quizá estén equivocados. Y es que, no basta con creer que algo es así, para que lo sea. Para tener la razón se necesitan argumentos válidos y no sólo un empeño pueril en la necesidad de tenerla.

Como escribió Descartes: “No hay nada repartido de modo más equitativo que la razón: todo el mundo está convencido de tener suficiente.”

 

 

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