RINCÓN del TIBET

La sangre nos hace parientes pero la lealtad nos convierte en familia

Todos tenemos una familia que no escogimos, con quienes compartimos nuestra sangre. Sin embargo, no esto lo que le da forma a los afectos, lo que hace que nuestro corazón sea ocupado por determinadas personas.

Aunque a veces llevamos excelentes relaciones con los miembros de nuestra familia y tenemos ese equipo soñado que nos respalda y con quienes contamos siempre, esto no necesariamente es así y ese equipo, el nuestro, el que sabemos que somos realmente importantes para ellos, como lo son para nosotros, se forma desde la lealtad.

La lealtad se construye, se observa, se siente. Le corresponde a esas personas que hacen por nosotros cosas especiales, que nos defienden a nuestra espalda y nos respaldan tanto como si se tratase de ellos mismos.

A veces la familia, los más cercanos, hermanos, padres o hijos, nos pueden dejar de lado, nos pueden dar la espalda, incluso cuando más podemos necesitar de ellos. Mientras que puede haber una o determinadas personas, que aun sin que nuestro comportamiento sea apremiante hacen lo posible por sacarnos de cualquier atolladero, luego quizás pueden venir los reclamos, los consejos, los regaños, pero cuando se necesitan, ellos están allí dando el todo por nosotros.

¿Cómo no llamarlos familia?

Si esas personas pueden compartir lo poco que tengan con nosotros si así lo necesitamos, si nuestros hijos pueden llamarlos tíos o tías con mayor propiedad quizás que a nuestros hermanos. Si su ausencia se siente tan pesada y buscamos siempre la manera de acortar las distancias.

Las familias de sangre son nuestros primeros afectos, los que nos enseñan a amar, a ser solidarios, a unirnos o incluso lo contrario. Cada una de las personas de nuestra familia nos deja una huella, una enseñanza, una herencia… Pero no es la sangre lo que establecerá la relevancia en el listado de nuestro corazón.

La familia que escogemos tiene un mérito especial, porque nada las obliga a estar, no tienen ningún compromiso que les haga comportarse de una determinada manera, de lo que podemos interpretar que hacen las cosas porque les nace, no porque se sientan obligados, como puede ocurrir con los miembros de nuestra familia sanguínea.

Escogemos personas especiales

Nuestros amigos, los mejores, pueden ser comunes para el resto, incluso algunos pueden decir que ellos no encajan en el perfil de un buen amigo. Pero resulta que lo que los hace especiales para nosotros es justo lo que recibimos de ellos, nosotros, no más nadie, lo especiales, divertidos, solidarios, entregados, auténticos y hasta locos que pueden ser con nosotros.

Esas relaciones nunca se rompen, la traición no tiene lugar, la envidia no puede abrirse espacio. Solo hay cabida a las mejores energías, a alegrarse por el éxito del otro, a alcahuetear desde la complicidad las acciones… Los amigos, esos que no les hace falta la sangre para que los sintamos de los más nuestros, siempre saben cómo resolvernos la vida, así sea con ese mal chiste que nos cuentan en los momento menos oportunos.

Valorar la lealtad, el cuidado, la entrega, es lo que nos da cabida en los corazones ajenos, como ellos tienen cabida en el nuestro. Cuidar lo cultivado es algo que dos personas que se llaman amigos, resulta natural, porque sabemos que podemos distanciarnos, que podemos perdernos por un tiempo y aun cuando no hagamos mucho por demostrar la falta que nos hacen, sabemos que si alguno necesita del otro, ese otro siempre estará.

La lealtad suplanta la sangre, incluso a veces nos parecemos más físicamente a esas personas que escogimos, que a nuestras mismas familias. Pueden ser los gestos, las palabras que usamos, la manera de ver la vida o simplemente un aura parecida, lo que nos hace ver similares, a fin de cuentas ese otro será una extensión nuestra, que nos identificará casi como nuestras huellas.

Brindemos por esos amigos que no necesitan llevar nuestra sangre, para que seamos familias y agradezcamos infinitamente su presencia en nuestras vidas.

Por: Sara Espejo – Rincón del Tibet

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