El gesto vale más que el regalo
Cuenta una vieja leyenda que un joven, mientras vagaba por el desierto, encontró un manantial de deliciosa agua cristalina.
El agua era tan dulce que llenó su cantimplora de cuero a fin de llevarle un poco de ese manantial al anciano de la tribu que otrora había sido su maestro.
Después de una caminata de cuatro días, el joven llega a la tribu y le entrega su cantimplora al anciano quien, tras beber un largo sorbo, sonríe cálidamente a su estudiante, colmándolo de elogios y agradecimientos por ese agua tan dulce.
El joven regresa a su hogar con un corazón rebosante en dicha.
Más tarde, ese mismo día, el anciano permite que uno de sus estudiantes pruebe un poco de agua.
Instantáneamente la escupe, vociferando acerca del pútrido sabor del líquido.
Los hechos indicaban que el agua se había puesto rancia debido a la cantimplora de cuero.
Sin pensarlo dos veces, el estudiante censura a su maestro:
– Maestro, el agua estaba nauseabunda. ¿Por qué has aparentado que te gustaba?
Y el maestro respondió: “Tú sólo saboreaste el agua, sin embargo, yo saboreé el regalo.
El agua no era sino el recipiente de un acto de amor, y nada, nada en este mundo es más dulce que eso”.