Identificando el camino
Era un buscador occidental con verdaderos anhelos de lograr un estado de mente realizada. Pero la búsqueda espiritual no es fácil. Es la más hermosa y prometedora, pero también la más ardua. Llevaba gran número de años investigando en las escrituras sagradas, probando con diversas sendas místicas, poniendo en la práctica distintos métodos de autodesarrollo y recibiendo enseñanzas de maestros de diversas tradiciones espirituales. Pero como no lograba despejar su mente ni abrir su corazón, decidió abandonar su país y su trabajo y viajar por los países de Oriente a la búsqueda de una instrucción que le ayudara a mutarse interiormente.
De aquí para allá por los distintos países asiáticos, llegó al Tíbet. ¿Por dónde empezar? ¿Dónde buscar? Y lo más esencial: ¿dónde hallar? Eran ya muchos años de pesquisas místicas, de búsquedas espirituales, de singla- duras hacia la última realidad. Pero seguía la mente empañada y no florecía la verdadera compasión en el corazón. El buscador occidental no era hombre que cejara en sus empeños.
Recordaba a menudo unas palabras de Buda: “Más vale morir en el campo de batalla que una vida de derrota”. Asistió a monasterios, intervino en ceremonias sagradas, recibió mantras secretos, hizo retiros espirituales y se ejercitó en sacrosantas visualizaciones.
Pero estaba como frenado en su desarrollo; no avanzaba lo necesario. ¿Qué hacer? ¿Dónde ir? ¿Tal vez regresar a su país? Siguió su marcha, de pueblo en pueblo, indagando, preguntando por ermitaños, maestros, lamas y guías del espíritu. Estaba cansado. Un día llegó a un poblado minúsculo. Contempló las altas montañas, como colosos imperecederos; paseó por los alrededores del poblado teniendo como sola compañía a los resistentes yaks; saludó a pastores y agricultores y sintió la soledad cósmica del buscador que no encuentra.
Pero había que seguir intentándolo, por lo que al día siguiente, renovado el ánimo y presto el espíritu, preguntó si alguien en el poblado sabía de algún sabio que pudiera instruirle. Le dijeron: – En la cima de aquella montaña habita un ermitaño de cabellos blancos como la nieve. Es huraño y esquivo como el viento del norte; no mueve la lengua. Ni siquiera sabemos si está cuerdo. Si es un sabio o no lo es, tú tendrás, extranjero, que descubrirlo. ¡Tantos años de búsqueda, de incertidumbres, de ansiedades y desvelos! El occidental dudó. ¿Un ermitaño más? Pensó de nuevo si no era mucho más acertado regresar cuanto antes a su país y emprender su anterior modo de vida. Al fin y al cabo… Tal vez… Quizá estaba buscando quimeras.
Pero el que siente el espíritu de la Búsqueda no tiene más remedio que seguir buscando. El occidental decidió desplazarse hasta la cima de la montaña y tratar de entrar en contacto con el ermitaño. Nada tenía que perder, aunque se temía que nada iba tampoco a tener que ganar. El ánimo volvía a marchitarse; las esperanzas volvían a disecarse. Casi como tirando de sí mismo empren- dio la marcha hacia la montaña. El occidental llegó al pie de la montaña y comenzó a ascender por una de sus laderas con el propósito de alcanzar la cima y encontrarse con el ermitaño.
De pronto y ante su sorpresa, observó que el ermitaño descendía por la misma senda que él estaba subiendo. El ermitaño cargaba sobre sus espaldas un gran saco. Cuando iban a cruzarse y el buscador occidental iba a aprovechar para dirigirse al ermitaño y pedirle la mejor instrucción para poder avanzar más en su evolución, el anciano, justo en ese momento y antes de que el occidental pudiera despegar los labios, dejó caer el saco pesadamente en la tierra. Sus ojos profundos se clavaron en los ojos interrogantes del occidental. Se hizo un silencio inmenso, total, casi estremecedor. ¡Qué mirada la de ese anciano! Era la mirada del que ha hallado, del que ha conducido la mente mas allá de la mente, del que ha conectado con lo Inmenso que todo lo abarca. ¡Había tanto amor en esa mirada, tanta elocuencia, tantas respuestas! Luego el ermitaño tomó de nuevo el saco, se lo cargó a la espalda y siguió su camino.
No hubo ni una palabra, ni un gesto, ¡pero qué ojos aquellos, qué mirada aquella! El buscador, de súbito, comprendió desde lo más íntimo y profundo de su ser. Era la comprensión supraconsciente que modifica todas las estructuras de la mente. Entendió que era necesario, como le había mostrado sutilmente el ermitaño, dejar el fardo de los juicios y prejuicios, conceptos y actitudes egocéntricas e incluso el ansia compulsiva por la búsqueda, porque a veces este ansia no permite la búsqueda en sí; comprendió que había que dejar los condicionamientos de la mente y comenzar con mente nueva y fresca; comprendió, en suma, que lo que hay que dejar es la ignorancia y el ego. Se sintió profundamente agradecido y regresó a su país.
EL SABIO DECLARA: A LO QUE HAY QUE RENUNCIAR ES A LA OFUSCACIÓN DE LA MENTE Y AL EGO.