RINCÓN del TIBET

Extractos de un tibetano en el exilio. (Parte 2ª)

Tras varias semanas por fin hoy veo de nuevo a D. Me recibe con esa sonrisa tímida y me

ofrece asiento frente a él. Empezamos la conversación hablando sobre su salud. Estuvo muy

enfermo al llegar a España y tras una larga convalecencia que lo mantuvo completamente

aislado, parece que va recuperando las fuerzas.

Retomamos nuestra charla donde lo dejamos la otra vez y vuelvo a ver a ese niño de unos 9

años. Tras su arriesgado periplo en busca de la libertad, enviado por sus padres al exilio, allí

está: solo, en Dharmasala, en un centro de acogida para personas en su misma situación.

No me hago a la idea de cómo debe de sentirse un niño tan pequeño lejos de sus padres, de su

familia, de todo lo que le es conocido. Ninguna cara amiga, ninguna mano que asir para calmar

su miedo. Nadie. Nada.

En el centro de acogida y registro le preguntan su nombre, edad, parte de Tíbet de donde

viene, nombre de sus padres… Es importante para llevar un registro de todos los refugiados.

Me cuenta que al ser preguntado por su fecha de nacimiento no sabe qué contestar. Al

parecer solo sabe su año de nacimiento. Su madre dio a luz en casa, en una aldea remota de

Tíbet, y el pequeño nunca fue registrado. El funcionario de la oficina de registro inventa el día

de nacimiento que le ha acompañado en todos sus documentos hasta hoy. Una vez más se

pone de manifiesto cuán diferente es una situación y otra: aquí he visto patalear a niños el día

de su cumpleaños porque la tarta no le gusta, o el juguete que querían era otro; y en otras

partes del mundo, el aniversario de un niño no solo no es motivo de celebración sino que ni

siquiera es una fecha para el recuerdo.

Pero volvamos a ese pequeño y al día que fue enviado al TCV School (Tibetan Children Village

School). Después de un mes en el centro de acogida, lo suben en un bus lleno de niños tan

asustados como él con destino al lugar que se convertiría en su hogar. Tras su llegada, los

niños son asignados a una de las 10 casas que componen en centro de infancia. Cada casa

tiene capacidad para unos 35 ó 40 niños, sin embargo todos los niños nuevos, unos 20,

compartirán una casa vacía y estarán a cargo de Tsomo, una mujer tibetana de mediana edad

que se convertirá en madre en funciones de todas esas criaturas.

La curiosidad vence al temor y nuestro joven D. explora la casa de 2 pisos: la planta baja se

compone de una cocina y una gran sala que hace las veces de comedor, sala de juegos, sala de

estudio… Y la primera planta tiene 4 dormitorios (3 de niños y 1 de niñas), dos baños y una

ducha. Los baños son a la turca, es decir, un agujero en el suelo sin agua corriente.

Está a punto de empezar su educación bajo una disciplina de principios rígidos. Las jornadas

están debidamente regladas. Tsomo les despertaba temprano, cree recordar sobre las 4 de la

madrugada. Los niños se vestían y lavaban la cara y los dientes y hacían la cama. La mujer

pasaba revista comprobando que fueran correctamente uniformados y comprobaba que las

camas estuvieran perfectamente hechas. Bromea recordando que podrían se dignas de un

hotel de 5 estrellas pues no podía quedar ni una arruga, si no debían hacerla otra vez.

Una vez listos, era momento de rezar todos juntos en el comedor, en el que había un pequeño

altar con una estatua de Buda y una foto del Dalai Lama. Encendían una barrita de incienso y

sus voces infantiles recitaban mantras durante una hora.

Luego tocaba desayunar: té con azúcar y un tercio de pan integral para cada niño. Recuerda lo

blando que estaba el pan, pero también la frugalidad con la que arrancaba el día. Me explica

las duras condiciones en las que se vivía entonces, los pocos medio económicos de la escuela y

el gran número de niños que tenían que sacar adelante. Ya entonces el entorno del Dalai Lama

intentaba encontrar patrocinadores extranjeros a fin de mantener a los más de mil niños.

Tras el desayuno, limpieza. Por parejas alternaban las tareas: unos barrer, otros fregar los

platos, otros limpiar los baños, otros lavar el suelo, por supuesto de rodillas… Tras las tareas

domésticas el “capitán” de la casa hacía la inspección. Si no encontraba todo impoluto, vuelta

a empezar…

Después de las tareas domésticas era tiempo de ir a la escuela. Se reunían todos en el gran

vestíbulo y rezaban antes de ir a clase. Debían ser puntuales o se arriesgaban a enfrentarse a

diferentes castigos: limpiar el baño del colegio durante un mes, estar de rodillas frente a sus

compañeros durante un largo rato, o realizar las típicas postraciones budistas hasta cien veces.

Después, los niños comenzaban con una hora de auto-estudio. Tras una breve pausa tenían

Asamblea y juntos cantaban el himno nacional de Tíbet. Le pregunto por el himno, pues nunca

antes lo he escuchado. Lo buscamos en YouTube y lo canta emocionado a la vez que suena en

el ordenador. Sin duda es una gran devoción lo que siente por su país.

Pero volvamos a la escuela. Entre las materias en las que van a formarse estos jóvenes están

las Matemáticas, Inglés, Hindi, Tibetano, Ciencias, Sociales, Historia (Universal y de Tíbet),

Geografía, Física, Biología… Todos sus profesores eran tibetanos y les hacían cumplir la rígida

educación tibetana. No era raro ver a un profesor golpeando a un alumno para corregir su

comportamiento. Le pregunto qué opina al respecto y le parece algo normal que se pegue a

los niños para que aprendan el temor y el respeto y se conviertan en personas buenas y

respetables el día de mañana.

A la hora de comer volvían a casa donde Tsomo tenía la comida preparada: siempre arroz con

lentejas. Las raciones no eran muy abundantes y la mayoría de los niños estaban muy

delgados. Ahora entiendo la delgadez extrema que aún conserva el joven que tengo delante de

mí. Después de comer alternaban los turnos para fregar y vuelta para las clases de la tarde.

Finalizada la escuela volvían a casa y merendaban té con azúcar y ocasionalmente un poco de

tsampa. Y por fin, tiempo libre para jugar o estudiar hasta la cena. El menú de la cena tampoco

era muy variado: tingmo (una especie de pan al vapor) con verdura, casi siempre patata, y muy

rara vez carne (de cabra u oveja). Tras la cena, otra hora de estudio, oración y a dormir. El fin

de semana jugaban al fútbol, baloncesto, tenis…

Los períodos vacacionales eran en verano y al terminar el año. Una pequeña parte de los niños

podía visitar a sus familiares si estos vivían cerca, pero la mayoría, entre ellos nuestro pequeño

D. permanecían en la escuela sin otro sitio al que ir.

Y así transcurrió la infancia de D. en esa cadencia de veranos e inviernos. Tras la escuela

primaria, el instituto. Ya en los últimos cursos, durante la adolescencia, recuerda la habitación

del Hostel que compartía con 3 compañeros, ese ambiente relajado que disfrutaban tras toda

su vida compartiendo habitación con 10 ó 12 niños más.

Por aquellos años su sueño era convertirse en profesor de tibetano por lo que, cuando les

ofrecieron la posibilidad de hacer el examen de ingreso a la Universidad de estudios

especializados de Tibetano, no lo dudó. Solo 4 alumnos se presentaron: una chica y 3 chicos

entre los que estaba D. El examen era en el centro universitario, muy lejos del colegio, así que

tuvieron que hacer un largo viaje en tren, casi 3 días. D. fue el único que no aprobó el examen.

Volvió al colegio pero algo había cambiado. Me explica lo que significó para él y cómo le

afectó: había perdido su gran oportunidad y eso minó su ánimo y coraje. Esa tristeza le

convirtió en una persona sin demasiados sueños o expectativas.

Se queda muy pensativo cuando le pregunto cuáles son ahora sus sueños. Con semblante serio

me dice que no puede pedir mucho más de lo que ya tiene, aunque le gustaría volver a ver

algún día a sus padres. Además sueña con un mundo mejor en el que todos los seres humanos

vivan en libertad y armonía, y por supuesto en el que su querido Tíbet vuelva a ser libre. Me

uno a su sueño por un TÍBET LIBRE.

NELA F.

Scroll al inicio
Hola! Necesitas ayuda